Hace poco más de dos años, viví uno de esos momentos decisivos que me decían: ¡algo tiene que cambiar! Había sido un detonante relativamente pequeño, pero poderoso, de todos modos. Regresé directamente a la infancia, a esas viejas heridas. Fue entonces, un día lluvioso de junio, cuando decidí buscar un terapeuta.
Hasta ese día, había pensado muchas veces: “claro, la terapia suena bien, algún día la haré”. Pero también había otros pensamientos: “¿Terapia? ¿Yo? ¿Por qué?”. Nunca me habían golpeado ni violado, y tampoco tuve que huir de la guerra o la pobreza. Cualquiera que fuese mi carga, no merecía ser llamado trauma, eso era lo que pensaba. Solo pequeñas cosas, nada más.
Uno de los aspectos más fascinantes de la vida, al menos para mí, son las innumerables perspectivas: una situación, mil millones de vistas. Mis amigos me han mirado con gran incredulidad cuando les he dicho que mi vida es bastante normal y que en realidad no hay nada por lo que valga la pena ir a terapia. Me pregunto cuántas personas sienten lo mismo.
Así que ignoré a mis amigos y a esa molesta voz dentro de mí lo mejor que pude durante muchos años, hasta ese día de junio cuando la vida me miró a los ojos y me dijo: ¡Es hora!
Dos años y 101 sesiones individuales después, probablemente estoy más destrozado que nunca. Todavía me afectan cosas aparentemente pequeñas, mis miedos no han desaparecido y tampoco me he iluminado. Ha habido momentos, más de una vez, en los que me he preguntado por qué me he molestado en gastar todo este tiempo y dinero en hablar con un extraño una vez a la semana.
Pero claro, la historia no termina aquí. Me alegro de sentirme roto, porque una parte de mí está exactamente así: rota. Cada día lo acepto un poco más y no espero que se cure y desaparezca. Lo más probable es que sea un proceso que dure toda la vida, dejar de intentar cambiar lo que no se puede cambiar. Y está bien que haya algo roto en mí. En los días buenos, incluso lo escucho y aprendo de ello.
Aún así, sentirse afectado no es divertido, pero la conciencia ayuda. “Estoy sintiendo que se me están activando todos los botones del drama, esto es lo que está pasando”. Bien. En realidad, la terapia me ha resultado muy útil para esto: para salir del papel de juez y reconocer lo que es. Un buen amigo podría hacer lo mismo, pero es probable que un buen terapeuta sea más honesto. Y sin honestidad, no hay posibilidad de conciencia, curación o autoaceptación.
¿Los miedos no han desaparecido? Nunca fue el objetivo deshacerse de los miedos. Es como intentar deshacerse de la tristeza o de la felicidad. Si nos deshiciésemos de nuestras emociones más profundas, la IA habría ganado.
¿Y la iluminación? Es cierto que la terapia ha ayudado a hacer más visibles muchos rincones oscuros. Pero es imposible arrojar luz sobre toda la oscuridad, de lo contrario la luz también dejaría de existir. Por lo tanto, la iluminación solo puede ser parcial, solo puede ser un paso en un camino infinito.
Mi experiencia con la terapia a largo plazo es que no ha resuelto todos mis problemas ni me ha convertido en un ser perfectamente sano, pero me ha proporcionado una perspectiva diferente y muy valiosa. Para mí, mi terapeuta era como un fantasma amistoso que rondaba a mi lado durante un rato, mirándome por encima del hombro, haciéndome algunas reflexiones poderosas y ofreciéndome preguntas y sugerencias amables. Después, fue lo mismo que con las películas que invitan a la reflexión, los libros inspiradores, las lecturas astrológicas o cualquier otra herramienta de desarrollo personal: al final, siempre soy yo quien decide qué camino tomar y cómo recorrerlo.
En nuestra última sesión, al menos la última por ahora, la número 101, mi terapeuta y yo estábamos hablando de los diferentes etapas de la vida por las que pasamos. Las difíciles, las que dan miedo, las divertidas; las que pasan rápido y las que parecen durar para siempre. Y muchas de esas etapas son recurrentes. Como planetas en órbita, existen en ciclos, trayendo a la superficie todo lo familiar, deseado y no deseado, una y otra vez, en diferentes formas y tamaños.
Y entonces mi terapeuta dijo algo que se me quedó grabado en la mente desde entonces. Fue el comentario final perfecto después de dos años de compartir alegrías y tristezas, de contar historias de batallas arcaicas y de enamorarse perdidamente. Esto es lo que dijo:
Ni siquiera hay etapas.
Sólo hay vida.
PD: Una vez escuché a alguien comparar la intensidad de pasar una noche con la planta medicinal sagrada Ayahuasca con cien sesiones de terapia condensadas en unas pocas horas. Habiendo hecho ambas cosas, creo que es una comparación válida. Ninguna es mejor, ambas son valiosas.